Decía Cicerón en el De Officiis (1,150) que la danza estaba al servicio de los placeres (ministrae sunt uoluptates) y que el oficio de bailarín, como el de los perfumistas, cocineros, charcuteros y comerciantes de peces, era para él totalmente inaceptable. En la cultura occidental, ésta y otras afirmaciones descontextualizadas fueron configurando un sistema de lugares comunes empleados por los moralistas para denostar el arte de la danza, un planteamiento negativo que llegó a lo más extremo con los Padres de la Iglesia[1].
Por fortuna, este tipo de aserciones han ido quedando fuera de lugar: desde los tratados teóricos del s. XV[2], la Orchesógraphie de Thoinot Arbeau (1589), las Cartas sobre la danza de Noverre (1760) o el Nacimiento de la Tragedia de Nietzsche (1871-1872), del que tan deudores somos todavía, los alegatos a la danza han disipado cualquier atisbo de sospecha, apuntalando sus virtudes de una manera tan contundente que, a estas alturas, no deberíamos siquiera insistir en ello. Igualmente, la expansión del ballet y la danza contemporánea, la reaparición de prácticas autóctonas más o menos folklóricas, la unión de danza y otros medios artísticos (performance, video-dance), su presencia en documentales[3] y cine[4] y, por supuesto, el influjo de las culturas africanas, americanas y orientales tras el postcolonialismo, han servido para reafirmar el estatuto de esta disciplina a (casi) todos los niveles.
Por ejemplo, la presencia de espectáculos de danza en nuestros circuitos culturales y, sobre todo, la afluencia de espectadores a los mismos pone de manifiesto que la práctica real y el patrocinio de estas actuaciones logran mantener su puesto -siempre en una escala inferior, eso sí, a la de otras producciones de música y artes escénicas- no tanto por una especie de tendencia a lo “políticamente correcto”, como por el verdadero reclamo del público. En este sentido, he tenido ocasión de asistir en una misma semana a dos espectáculos de contemporáneo en el curso de Madrid en Danza (<http://www.madrid.org/madridendanza/2011/fichas/new_work.html> y <www.randomdance.org/productions/current_productions/far>) y una función del Ballet Mariinsky en el Liceu de Barcelona (<http://www.liceubarcelona.cat/detall-obra/obra/ballet-del-teatre-mariinski.html>). Los tres estaban abarrotados y era un hecho que allí no había sólo expertos en la materia sino una auténtica amalgama de procedencias y niveles culturales.
Así las cosas, si la oferta de espectáculos es aceptable (escasa y a menudo costosa, pero aceptable), la calidad de las propuestas inmejorable y el público acude con afán e interés, ¿por qué hay algo que aún chirría cuando se trata de danza? ¿Qué es lo que nos falta a los amantes de esta disciplina que aquí no se nos da?
Por volver a Cicerón, veremos que no es tampoco una cuestión de estatus: el bailarín, el coreógrafo (¡no digamos ya como el fabricante de perfumes o el cocinero, profesiones alabadas de forma abrumadora en nuestra cultura actual!), ha logrado alcanzar una merecida consideración artística y social, hasta tales extremos que, en ocasiones, su obra parece un producto exclusivo de la alta cultura[5], casi más atractivo a ojos de filósofos y teóricos de las artes visuales que a los de los verdaderos profesionales del ramo[6]. Y es aquí, precisamente, donde encontramos la respuesta a nuestra inquietud:
De danza nos falta teoría. El discurso “meta-orquéstico” se ausenta de nuestros círculos intelectuales y aún hoy es difícil encontrar estudiosos de la danza equiparables a los de otras disciplinas, una problemática que nos aleja del resto de países y repercute en el ámbito universitario, en lo académico y en la divulgación[7].
No es momento ahora de buscar responsables y mucho menos de menospreciar a los pocos que, desde hace años, aportan su granito de arena y contribuyen a la cimentación de un terreno sólido para “Pensar la danza”[8] . La cuestión es compleja y requiere una profunda reflexión, sobre todo por parte de aquellos que quieran tomárselo, de verdad, como un asunto personal.
Yo, por mi parte, me limito a dar las gracias a la revista Sonograma y al interés de su equipo por atender a una disciplina que, junto con la música y la poesía, constituye el indisoluble concepto de la clásica mousiké.
* * *
[1] Hemos de decir que hubo, sin embargo, varias excepciones a esta tendencia y que algunos de estos autores cristianos, como Coricio de Gaza entre otros, propugnaron las virtudes de la danza. Véase para ello el estudio de R. Webb, Demons and Dancers. Performance in Late Antiquity. Harvard University Press, 2008. En este sentido, es importante recordar que los Padres siempre tuvieron en mente la existencia de una danza virtuosa al margen de lo que practicaban los artistas de su tiempo; se trata de la danza del coro celestial que encerraba en sí misma las virtudes del estado de gracia y se oponía a las contorsiones ejecutadas en el Infierno. Véase, J. Miller, Measures of wisdom: the Cosmic Dance inClassical and Christian Antiquity, University of Toronto Press, 1986.
[2] Domenico da Piacenza, De arte saltandi et choreas ducendi (ca. 1425); Alberto Cornazano, Libro dell’arte del danzare(1455), y Guglielmo Ebreo da Pesaro, De pratica seu arte tripudii vulgare opusculum (1463).
[3] Un género, este último, muy productivo en los últimos años a nivel nacional. Véanse, si no, los reportajes de La 2 sobre Alicia Alonso e Israel Galván; el Programa “Paso a Paso” con Nacho Duato o el documental de Arantxa Aguirre titulado El esfuerzo y el ánimo que trata sobre la compañía de Maurice Béjart tras la muerte del coreógrafo (<http://www.lopezlifilms.com/blog/estreno-de-el-esfuerzo-y-elanimo-en-el-pequeno-cine-estudio/>).
[4] En línea con los citados documentales, pero planteado desde un punto de vista completamente diferente y en 3D, el film de Wim Wenders sobre Pina Baush es de obligada mención en este espacio (<http://www.wim-wenders.com/movies/movies_spec/pina/pina.htm>).
[5] Las cuestiones relativas a la alta y la baja cultura en lo perteneciente a la danza resultan casi más interesantes que en otros ámbitos. Lo dejaremos, por tanto, apuntado para una futura reflexión.
[6] Un caso claro es el del bailaor sevillano Israel Galván, cuya danza seduce a estudiosos e historiadores del arte de la talla de Georges Didi-Huberman (Le Danseur des solitudes, Minuit, 2006; El bailaor desoledades, Pre-Textos, 2008). Desde un punto de vista más general, recordamos, fundamentalmente, la colección titulada “Danza y Pensamiento” y publicada por el Mercat de les Flors de Barcelona, l’Institut del Teatre, el centro Coreográfico Galego y el Aula de Danza de la Universidad de Alcalá.
[7] Por fortuna son cada día más los grados y másteres especializados en danza y las universidades parecen haber abierto una puerta al hasta ahora desierto formativo. El momento actual se presenta, sin embargo, como un difícil reto para quienes han accedido a llevar las riendas en cada uno de estos proyectos: su capacidad de seleccionar programas de calidad, con profesionales y doctores consolidados está ahora en el punto de mira.
[8] Este es el título del libro publicado en 2007 por Delfín Colomé en Turner y que recoge una gran parte de su escritos sobre danza en distintos medios de difusión.