En algunos deportes, como en el baloncesto, asiste a los entrenadores de los equipos en liza la curiosa posibilidad de solicitar una detención del juego, de la competición que en esos momentos se está disputando, por reñido, enrevesado o fervoroso que sea su desarrollo. A esa interrupción o intervalo, al objeto de esa petición, se le denomina tiempo muerto . Deslumbra la capacidad metafórica que encierra esa reclamación, la posibilidad de que, asimismo, se pudiera solicitar, en el juego de la realidad, de vez en cuando un tiempo muerto.
Quién sabe si otro gallo hubiera cantado si, en lugar de ideólogos, caudillos o líderes embebidos de esa concepción finalista y lineal del Tiempo en tanto que un sentido que hay que realizar o un objetivo al que hay que dar caza, una meta a la que hay que llegar, los conductores u orientadores de las gentes hubieran limitado su jefatura o predicamento simplemente al que debieran poseer los entrenadores, esto es, al derivado de ser adiestradores o ejercitadores en el juego de la realidad. Pero entrenadores no tanto en su cometido positivo de organizar una estrategia en la competición y dirigir o fortalecer el ánimo para apurar un resultado, cuanto por su facultad misma de entender el juego, de revelarlo y revelar en primer lugar que es un juego, una trama de convenciones y reglas y, por lo tanto, de falseamientos, de falseamientos que constituyen tanto la realidad entera como la imagen del Tiempo que la ha creado. Pero, sobre todo, lo que atrae de esos entrenadores es su capacidad de parar el juego, de echar mano a menudo de su facultad de reclamar tiempos muertos, tiempos de cesación, de crisis, de repensamiento.
Fascina pensar que en el deporte de la realidad se pudieran solicitar esos tiempos muertos, esa muerte del Tiempo, esa cesación de la concepción predominante del Tiempo que nos determina como Individuos igual que tiñe de sí mismo todos los productos de nuestra creación para identificarlos con los de la vanidad y la destrucción. Fascina imaginar esa detención del espectáculo, esa paralización del reloj y del marcador, esa prórroga del resultado y de la proyectualidad del Individuo en torno a un resultado personal, final y espectacular. Se interrumpiría la competición y con ella el fragor del público y el ruido de la contienda, la velocidad, el esfuerzo y el sacrificio de la liza, y habría opción para que emergieran los reversos, los enveses de las cosas, las otras imágenes en que se podría entreverar nuestra noción del discurrir sobre la tierra, las otras imágenes del tiempo. Sin embargo habría que tener prudencia –esa alternativa olvidada de la eficacia que hoy día, en la Edad de la Técnica, nos constituye por activa o por pasiva_, y habría que tratar de evitar en primer lugar que ese tiempo muerto así pedido o ganado resucitara en forma de espera, que nos saliera de ese modo el tiro por la culata, por esa culata de la espera en la que todo se reduce a Tiempo abstracto, en la que, tan poderoso se ha concebido lo que se aguarda y tan asimilada está esa noción de finalidad, que proyecta su carencia en una aniquilación total de todo lo demás. Habría que guardarse y estar al quite de las cornadas que esa resabiada e interiorizada concepción del Tiempo propina incluso cuando más muerta o agonizante parece, confundiendo los contornos de todas las cosas en una sombra tupida de indiferencia y de tedio. El tiempo de la espera es el Tiempo vivo por excelencia, es la vida abstracta del Tiempo lineal y final por antonomasia, la indiferencia por todo lo que no sea lo esperado y el tedio por todo lo que no sea estar esperando, por la vaciedad que trae aparejada esa concepción temporal, el habérselas a palo seco con la pura idea del Tiempo vacío.
¿Recuerdan ustedes la sonrisa en que suelen prorrumpir las presentadoras o presentadores de televisión cuando han concluido su parlamento o intervención y no les cambian de plano inmediatamente, cuando no tienen más remedio que seguir, con la cámara fija en ellos, sonriendo y aguardando a que enfoquen a otro sitio unos segundos que son interminables, infinitos?, ¿recuerdan esa sonrisa helada, petrificada, esa sonrisa de bobos? Esa sonrisa es la sonrisa del puro Tiempo, vacía, inmóvil, insoportable, mema. En ella la más hermosa presentadora o el más agraciado de los presentadores se convierte en un puro espantajo, maniquíes entregados totalmente por unos instantes a la desesperante infinitud momentánea del Tiempo vacío.
Pero en los tiempos muertos cabría la posibilidad de que no sólo se pusiera en entredicho el poder del Tiempo que se detenta sobre esas reglas y convenciones, sobre esas falsificaciones que determinan el juego de la realidad, sino que se cayera en la cuenta de que no son las únicas reglas y convenciones por lo mismo que no es única y descontada la concepción de la temporalidad. Tal vez, pues, en ese tiempo muerto, en ese intervalo pedido, al no tener que fijar la vista en la contienda o el resultado, al no tener que formar parte por un trecho del espectáculo, se pudiera ver entonces algo de verdad, algo nuevo o algo que simplemente nos celaba el fragor del objetivo y el ansia de la liza; tal vez, en la misma línea, se pudiera hacer algo entonces de veras, estar de otra manera distinta a la que comporta la obsesión por el fin y el resultado, la entrega a la eficacia, a la consecución técnica, tal vez se pudiera dejar de gritar consignas, de pertenecer, de ser de uno o de otro de los adversarios, de estar sometidos al espectáculo y a la contienda, a ser público o bien actor del espectáculo, a ser contrincante de uno u otro bando. Tal vez entonces se pudiera apreciar la lentitud y la duración de cada cosa, lo que cada cosa es, lo que es el olvido y el recuerdo, y apreciar que a lo mejor sólo retorna lo que ha sido y todo vuelve justamente cuando menos se lo espera, cuando más muerto está el Tiempo.
En medio del bullicio del espectáculo que se ha hecho con todos los lugares y todas las relaciones, en medio del estrépito del dinero, cuya alma es el Tiempo, y de la totalizadora voluntad técnica de poder de los hombres, en medio de esa cancha que el Tiempo rige y ordena, la Técnica determina y el Espectáculo disfruta, quede pues constancia de cómo se queda una cara bonita cuando se ha reducido su sonrisa a ser la sonrisa técnica del espectáculo del Tiempo. Quede aquí, de un modo ingenuo, lírico, literario, sin ninguna importancia ni aspiración y dicha además en voz muy baja por ver sin embargo si es así como se oye, esta pequeña y modesta reclamación de tiempo muerto.
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