Canto gregoriano y primitivas polifonías.
JUAN CARLOS ASENSIO (Esmuc)
Nos encontramos en no importa qué lugar de Europa Occidental, en algún momento entre los siglos V y VIII. Algunas de las grandes metrópolis que otrora lo fueron también en el extinto imperio romano, presumen de ceremonias, cantos y liturgia. Cada una de ellas presenta la suya propia. Tampoco importa. No existe el centralismo. Roma no impone a Milán sus cantos. Ni Benevento a la Galia ni a Hispania. Aquileia y Rávena mantienen las distancias. Y no sólo en millas romanas, sino en el culto. Tras la expansión de los primeros cristianos por Oriente y por Occidente, con la adopción por estos a partir del s. IV del latín, prácticamente sólo la lengua será común en las celebraciones litúrgicas. Quizás aparentemente sólo lo es la lengua, pero el sustrato del mensaje cristiano permanece (y no sólo en Occidente sino también en los lugares dependiente de Antioquia o de Alejandría). Y, probablemente, si lo conociéramos mejor, algunas otras cosas serían comunes. Desde luego lo son las fuentes de los textos: la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y la manera de ornamentar estos textos con el canto.
La oralidad era la manera de transmisión no solo de los textos, sino también de las melodías. Cualquier estructura melódica de transmitía “de boca a oreja”. Para conocer una melodía, alguien la tenía que cantar previamente. En este contexto y con estos condicionantes se forman se formó un mosaico de liturgias pregregorianas que obedece, pues, a divisiones regionales heredadas de la antigüedad:
– Milán y sus territorios vecinos desarrollaron a partir del s. IV una importante liturgia que aún se conserva. (El repertorio milanés se conoce también con el nombre de ambrosiano en homenaje al obispo san Ambrosio (+397) impulsor del culto en la región).
– Roma, la metrópoli, cuya liturgia y canto llamado hoy romano antiguo perduró en la ciudad eterna hasta finales del s. XIII.- Benevento, la zona sur de Italia, conoció una liturgia llamada beneventana, influida de manera directa por prácticas orientales y suplantada definitivamente en el transcurso de los siglos X-XI.
– Aquileya y Rávena tuvieron también sus liturgias propias, de las que apenas conservamos documentación.
– El norte de África, pionero en la traducción de la Biblia al latín, nos ha dejado entre los testimonios de sus antiguos Padres (Tertuliano, Agustín,…) la prueba de una fecunda creación litúrgica.
– Algunos vestigios del repertorio de las Islas Británicas, que más tarde desembocaría en el llamado rito Sarum o de Salisbury.
– La Galia franca conoció uno o varios repertorios llamados galicanos, resultado de la fragmentación política de su territorio, hasta la adopción de un nuevo repertorio en el siglo VIII.
– La Hispania visigoda, cuna de importantes liturgistas y legisladores eclesiásticos, desarrolló una liturgia y un canto conocidos como hispano o hispano-visigótico que con el tiempo recibiría el nombre de mozárabe, a pesar de que sus raíces aparecen ya documentadas siglos antes de la presencia árabe en la Península. Hispania que había aportado al decadente imperio sus mejores hombres, que como el resto de regiones había regado con la sangre de los mártires el suelo patrio, sintió como pocas el ardor de la nueva fe. Grandes personajes, sus obispos, contribuyeron a extenderla mediante una profunda evangelización acompañada de la fundación de centros en los que se impartiría la teología, se realizarían las catequesis apropiadas a la vez que la codificación canónica se sumaría a los logros eclesiales de los hispanos. Las provincias Tarraconense y Bética existentes ya como entes administrativos en el imperio romano pasan a ser por derecho propio los nuevos centros que dominan las dos grandes tradiciones litúrgicas de la Hispania paleocristiana.
Sin duda una de las mayores preocupaciones de las autoridades eclesiásticas durante los primeros siglos del cristianismo, fue la de ordenar y sistematizar los textos y los cantos para las distintas funciones litúrgicas. La Tarraconense evidencia que algunos de sus obispos, como Paciano (s. IV) ya se dedicaron a estas tareas. Durante la primera mitad del s. VI, los sínodos de los obispos catalanes se dedicarían a tareas de estructuración y unificación de la liturgia de manera similar a como lo hacían el resto de las diócesis. Bajo el impulso de Cesáreo de Arlès (que en el año 514 había recibido un nombramiento papal para vigilar tanto Hispania como las Galias) se van a celebrar los concilios de Tarragona (516) y Gerona (517). Más tarde en las reuniones de Barcelona (540) y Lérida (546) se trazarán las bases definitivas para una definición de la liturgia hispánica que, desde las distintas diócesis (incluida la Septimania) sentarán las normas que caracterizarán la liturgia local hacia el año 700. Según han indicado ya algunos estudiosos, la diócesis Tarraconense al igual que el resto de las hispanas contribuyó de manera decisiva al perfil litúrgico autóctono. No en vano determinadas ciudades de esta diócesis habían sido centros culturales y administrativos importantes (Barcelona y Narbona, por ej.) hasta que en el último tercio del s. VI se establece de manera definitiva la capital en Toledo. Aunque hasta el año 681 no se constituye de manera oficial como la sede primada de España y con ello el poder de consagrar los obispos tanto de la Península como de la Galia narbonense, quizás Toledo supo absorber características litúrgicas de los distintos lugares que a partir de ese momento comenzó a tutelar. Recordemos aquí la labor de obispos como Justo de Urgell o Pedro de Lérida (s. VI) ambos compositores de textos de oraciones para el oficio divino que más tarde se incorporarán a las colecciones oficiales de textos hispánicos.
A partir del año 711, la situación política, social y cultural va a cambiar de manera radical. En primer lugar favorecerá la dispersión de muchos eclesiásticos procedentes de la Tarraconense y de Narbona hacia Italia y, sobre todo, hacia el sur de Francia, región que se verá favorecida por la llegada por los clérigos huidos. Nombres de personajes visigodos como Teodulfo de Orleáns, Agobardo de Lyon, Benito de Aniano (Witiza), Prudencio de Troyes y otros serán piezas fundamentales en el desarrollo de los ideales litúrgicos y culturales de los carolingios que a partir de mediados de la octava centuria van a inaugurar una nueva era. Junto con la dispersión de los clérigos, también van a emigrar algunos códices. Uno de los más importantes el Oracional de Verona (Figura 1) confeccionado en los primeros años del 700 destaca por ser la fuente más antigua que testimonia de manera clara que los cantos de la liturgia hispánica ya estaban plenamente desarrollados. No tiene notación musical, pero sí recoge de manera ordenada los textos de canto para cada una de las funciones litúrgicas.
A mediados del s. VIII Pipino el Breve recupera la diócesis de Narbona y a finales de la misma centuria será Carlomagno quien hará lo propio con el norte de Tarraconense. Se inicia una restauración eclesiástica dirigida desde el obispado de Carbona. Lógicamente con la recuperación de las diócesis van a llegar los nuevos aires de renovación litúrgica. Con los acontecimientos que habían tenido lugar a partir del año 754 con motivo de la visita del papa Esteban II a Saint-Denis para coronar rey a Pipino y que suponen el punto de partida de la formación de una nueva liturgia y de un nuevo canto que se conocerá en el futuro como Canto Gregoriano, culminaba así un acuerdo por el que el papa recibiría ayuda para defender los territorios pontificios asediados por los lombardos, y el rey, a cambio, sería coronado en su presencia, demostrando así su “divina legitimidad” ante sus rivales políticos. Con ocasión de tan solemne ceremonia los francos pudieron “degustar” la liturgia de Roma, y con el tiempo la imposición de esta liturgia a todo su territorio fue un empeño personal de Pipino y sobre todo de su hijo y sucesor, Carlomagno. No sabemos muy bien qué ocurrió en esos años en la Galia carolingia, pero los liturgistas y musicólogos del s. XX han comparado los manuscritos copiados para el uso de Roma (conservados en copias de los siglos XI-XIII) que pudieron contener el canto y la liturgia oída en la Galia con ocasión del encuentro entre el papa y Pipino, con los testimonios de un repertorio que comenzó a difundirse por toda Europa a partir del siglo IX, llegando a formular una hipótesis compartida por la mayoría de los investigadores.
Durante los años posteriores al encuentro de saint-Denis, y como resultado del deseo de adopción del canto y de la liturgia de Roma por parte de los carolingios, se produjo una hibridación entre los dos repertorios. De la fusión del canto galicano con el romano nació un repertorio nuevo que con el tiempo y la imaginación se llamaría Canto Gregoriano. Sus textos y el armazón melódico vendrían de Roma, mientras que la ornamentación sería la propia de la Galia. Este nuevo repertorio, que podemos llamar romano-franco, adoptado primero en la Galia, con los deseos unificadores carolingios, terminaría imponiéndose a las demás liturgias regionales mencionadas antes. Y en su intento de suplantación de las otras prácticas buscaría argumentos de autoridad para imponerse. Uno de los más destacados es su atribución al papa san Gregorio (+604). Algunos de sus biógrafos del entorno carolingio no dudaron en atribuirle la composición del canto, una manera de darle prestigio y de facilitar su primacía sobre las antiguas prácticas. Con el tiempo el canto recibiría el nombre de Gregoriano y la liturgia que lo justificaba, Romana.
¿Cómo se cantaba en los orígenes?
Cualquier manual de historia de la música describe el Canto Gregoriano como el origen de la música occidental. Y es verdad, pero no debemos olvidar que antes de él existía ya una tradición musical basada en la recitación de los textos sagrados. En los primeros siglos del cristianismo, en los que la tradición judía todavía pesaba mucho sobre las primitivas comunidades, se adoptaron formas propias de la sinagoga. La manera de recitar los textos pudo ser una de ellas. Desde antiguo en las reuniones de los creyentes la lectura de los libros sagrados se hacía con un procedimiento que no era exactamente hablado, pero que tampoco era el propio canto. Es lo que técnicamente conocemos como la cantilación: una recitación solemne que cumple una doble función. La primera es la que podemos llamar utilitaria: elevando la voz llega con más claridad al auditorio. La segunda es espiritual: la palabra que se proclama es la palabra divina, por lo que debe revestirse de un ornato especial para su transmisión. Tenemos algún testimonio de que ésta era la manera de proclamación de los textos sagrados ya en el s. IV. San Agustín en sus Confesiones dudaba de la legitimidad de la emoción que le producían “…las dulces melodías con las que se suelen acompañar los salmos de David…”, y por ello pensaba que pecaba y que sería mejor “…seguir la costumbre del obispo de Alejandría, Atanasio, que hacía recitar los salmos con tan débil inflexión de la voz que más parecía decirlos que cantarlos”.
En la cantilación, además, se ponen de relieve las cualidades intrínsecas de la lengua propia en la que se recita. En el latín estas cualidades son muy claras. Desde hacía siglos los gramáticos latinos habían estudiado un fenómeno por el cual una sílaba en cada palabra era más aguda que las otras. Cicerón (s. I a.C.) en su De Oratoria especifica: “Existe en el hablar una especie de canto escondido… La naturaleza ha puesto, para regular la armonía del lenguaje, sobre cada palabra un acento agudo y sólo uno…”. Ese canto escondido (cantus obscurior) relaciona el acento con el canto. En plena era cristiana otro gramático, Martianus Capella (ss. V-VI) en su De Nuptiis Mercurii et Philologiae nos dice que “El acento es…alma de la voz y germen de música… de la misma manera que acento casi se dice ‘al canto’…”. La relación del acento con el canto estaba clara para los gramáticos de la época y algunos teóricos de la época carolingia continuaron hablando en esos términos.
Otro de los procedimientos naturales del discurso latino es la puntuación. La revalorización del texto mediante el respeto a la puntuación ayuda a la comprensión de éste. Esas pausas forman parte del discurso y son indispensables para su respiración. Normalmente estas puntuaciones se producen al grave, aunque no siempre. En las frases interrogativas las lenguas mediterráneas elevan la voz para terminar las últimas sílabas en un registro más agudo. Por ello, también en la cantilación este ascenso melódico, precedido a veces de un descenso, va a indicar la conclusión. A medida que las cantilaciones fueron estabilizándose y los recitadores estereotipaban sus procedimientos, la puntuación al grave fue desarrollándose y sus inflexiones se hicieron cada vez mayores. Igualmente los acentos se dirigían cada vez a regiones más agudas. La combinación de estos dos procedimientos contribuirá al desarrollo definitivo de las melodías de la Iglesia latina, perviviendo aún hoy en los tonos de oraciones y lecturas.
Pero además la cantilación presenta un tercer procedimiento estrictamente musical y utilizado ya en las formas más arcaicas de salmodia: el jubilus o melisma, es decir la melodía pura colocada sobre una sola sílaba. Como decía san Agustín: “El que se regocija (Qui jubilat…) no pronuncia palabras, sino que lanza cierto grito de alegría sin palabras…”.
Como consecuencia de la aplicación de estos tres procedimientos, podemos decir que el canto en la iglesia cristiana nace como la recitación de un texto sagrado en el que los acentos cantan al agudo, las finales se dirigen al grave y el procedimiento del jubilus adorna determinadas sílabas en palabras a menudo importantes. Con el tiempo los cantores de las distintas regiones elaboraron melodías que eran familiares a las tradiciones propias de su tiempo y de sus lugares de origen. No olvidemos que en estas épocas la música, y gran parte del saber, se transmitía de manera oral. Si bien los textos contaban con la escritura que facilitaba su aprendizaje y conservación, las melodías todavía no tenían un sistema de notación que permitiera su escritura. Como nos dice san Isidoro (+636) en sus Etimologías: “Si los sonidos no son retenidos en la memoria por el hombre, perecen, ya que no podemos escribirlos”. Precisamente va a ser la aparición en la segunda mitad del siglo VIII del nuevo repertorio romano-galicano, el que va a acelerar la búsqueda de un sistema de escritura musical. Los deseos de Pipino y de su hijo Carlomagno de unificar la liturgia y el canto, se vieron inmersos dentro del movimiento cultural que conocemos como el Renacimiento Carolingio en el que se especificaba de manera clara la preferencia por lo escrito. En su Admonitio generalis promulgada en 789, el entonces rey de los francos manda que “..en cada monasterio o escuela episcopal, los niños practiquen la lectura de los salmos, las notas, el cálculo de las fechas y versiones correctas de los libros católicos…” insistiendo así en la importancia del aprendizaje de la lectura. Para facilitarla se elaboró en los scriptoria un nuevo tipo de letra, la minúscula carolina, cuyo nombre indica quién fue su impulsor. Por ello en diversas regiones del imperio comenzaron a surgir intentos de escritura musical que cristalizarían en los primeros neumas, signos que intentan representar los movimientos de la melodía. Tras unos balbuceos que duraron todo el siglo IX, se llegó a una notación plenamente desarrollada de la que conservamos un códice completo que data aproximadamente del año 922. Ese manuscrito conocido como el Cantatorium de san Galo (Suiza) es el primer y mejor ejemplo de la que se conoce con el nombre de notación sangalense. Esta notación, junto a las francesas consta de unos signos que “hablan” a la imaginación del cantor quien previamente ha aprendido de memoria la melodía. Los signos escritos en los códices no indican las alturas absolutas de los sonidos, sino solamente su movimiento ascendente o descendente, aunque sí precisan los matices rítmicos de manera detallada. (A este tipo de notación se la denomina in campo aperto, en campo abierto ya que no indica los intervalos).
Ya en la Marca Hispánica
Esta nueva liturgia es la que se va a imponer en la Catalunya reconquistada por los Carolingios. Desde 1935 contamos ya con una excelente monografía de monseñor Higinio Anglès (La Música a Catalunya fins al segle XIII) que se hace eco de todos esos avatares aportando por primera vez una impresionante documentación. Durante esos primeros años tras la invasión de los árabes, había surgido en Toledo lo que se conoce como la herejía adopcionista. Elipando, obispo de Toledo, cabeza de la iglesia hispana en aquellos difíciles años había intentado conciliar algunas de las posturas de los distintos credos que habitaban en el entorno de su diócesis. Frente a los musulmanes que, como los judíos, defienden un monoteísmo absoluto están los cristianos a los que acusan constantemente de politeístas porque sostienen que en Dios hay tres personas, Elipando trata entonces de recoger fórmulas de la liturgia y de la tradición cristiana antigua de la península que sean menos chocantes para la mentalidad musulmana. Se presenta aquí una difícil cuestión: si Elipando niega realmente la divinidad de cristo y del Espíritu o si lo único que quiere es mantener la fe, pero expresándola de una manera menos agresiva para los oídos de los musulmanes. Lo cierto es que de los escritos de Elipando no sabemos qué reflejo y eco tuvieron en el mundo musulmán de la época, pero entre muchos cristianos suscitaron una reacción violenta. Elipando se vio respaldado por Félix de Urgell y por sus monjes del monasterio de San Serní de Tavèrnoles (lugar del que Félix era monje profeso) y ambos serán condenados como herejes en el concilio de Francfurt (794). En la resolución de la querella adopcionista tuvieron un papel fundamental Nebridius de Narbona o el visigodo Witiza, hijo de los condes de Magalona, fundador del monasterio de Aniana.
Probablemente estos hechos contribuyeron a una alejamiento definitivo de los usos hispanos. Los textos utilizados en Toledo se consideraron heréticos y a partir de entonces podemos ver como un espíritu de renovación se plasmará en la nueva redacción de textos que culminarán con un nuevo modelo de Sacramentario. En esta tarea el mencionado Benito de Aniano tuvo una gran implicación en lo que se supone la elaboración de Sacramentario romano (ca. 800) a partir de materiales procedentes tanto del Sacramentario llamado Gelasiano y de otros textos procedentes de la liturgia hispánica. El propio Benito fue el introductor de la regla benedictina como modelo de organización monástica en la Septimania y en la Marca Hispánica propiciando con ello la implantación del rito romano.
Comienza entonces la reestructuración del territorio en seis diócesis: Elna, Urgell, Roda, Gerona, Barcelona y Vic. Ampurias y Egara se incorporarán respectivamente a las diócesis de Gerona y Barcelona y Tarragona, Lérida y Tortosa que permanecen de momento en territorio musulmán aunque tuvieron su propia actividad litúrgica pero no vinculadas a las diócesis recién creadas. Todas estas diócesis permanecieron unidas a la provincia eclesiástica de Narbona hasta la reinstauración de la metrópoli de Toledo tras su reconquista (1085). Pocos testimonios conservamos ahora del llamado canto mozárabe. Tenemos los códices y sus melodías escritas en una notación indescifrable. Para descifrarlas necesitaríamos que alguien las hubiera escrito en una notación que nos mostrase los intervalos. Hasta hace apenas una década solamente conservábamos 21 piezas, a las que ahora podemos añadir 6 más que se han conservado en Pontificales de la diócesis de Narbona, de Roda (Lérida) o el más tardío de Gerona (s. XV). La conservación de estas piezas destinadas a la Consagración del altar muestra hasta qué punto la tradición se conservó en estas tierras más allá de toda previsión.
A finales del s. IX se fundan tres grandes monasterios: San Miguel de Cuixá (879), Santa María de Ripoll (880) y san Juan de la Abadesas (885-887) y se restaura el cenobio de san Cugat del Vallés. Junto a la catedral de Vic, el mencionado monasterio de Ripoll constituyen los puntales de la renovación cultural de la época. El monasterio rivipullense recibiría desde su fundación la protección de los condes de Barcelona y de la nobleza local lo que propició un rápido incremento de su patrimonio y el consiguiente desarrollo cultural. Como muestra en poco más de sesenta años, entre el 979 y el 1047, el número de sus códices pasó de sesenta y cinco a ciento noventa y dos. Esta primera etapa de esplendor coincidió con el largo abadiato del monje Oliva (1008-1046). A mediados del s. XII se produjo una segunda época de auge cuya mejor muestra es la extraordinaria portada románica que aún hoy podemos contemplar.
En tiempos de Oliva la música ocupaba un puesto preferente en la vida monástica de Ripoll. No en vano de su scriptorium habían salido varios códices musicales, algunos de ellos conservados hoy en el Archivo de la Corona de Aragón (ACA). Precisamente uno de ellos sirvió a los estudiosos de finales del s. XIX y comienzos del XX para bautizar con el nombre de notación “catalana” a una grafía particular de estos manuscritos que se incorporaría así al elenco de notaciones europeas que en aquellos momentos comenzaban a estudiarse (Figura 3). La existencia de una notación bien diferenciada en Catalunya se encuentra documentada en los estudios pioneros del benedictino Dom Maur Sablayrolles, quien en su Iter Hispanicum realizado en 1905 por encargo del Âtelier de Paléographie de Solesmes, llamó la atención por primera vez en diversas publicaciones entre 1906 y 1909 (sobre todo en la Revista Musical Catalana en cuyo volumen III recoge interesantes anotaciones con el título de genérico de “Un viatge a través els manuscrits musicals espagnols”). Él será el primero en emplear el término “notación catalana” para referirse a unos neumas pertenecientes a la primera generación de escrituras neumáticas copiados en el área catalano-narbonense y conservados casi exclusivamente en aquella zona o en alguna de las grandes bibliotecas europeas. Precisamente en la Biblioteca Nacional de París se encuentra el manuscrito (nouvelles acquisitions lat. 557) que Dom Mocquereau vio en 1891 a instancias del rector d’Arles sur Tech y que serviría más tarde a Dom Sablayrrolles para etiquetar la notación.
Tras los excelentes estudios realizados por el profesor Garrigosa en los que se describen de manera detallada cerca de quinientos ejemplos de notación catalana entre códices completos y fragmentos, se habla ya de una tipología bien diferenciada en las que se adivinan préstamos formales de la notación hispánica en su variante de tradición del norte u algunos rasgos procedentes de las escrituras del sur de Francia (Aquitania). El más antiguo testimonio fechable es la antífona Surgite sancti Dei copiada en la base de un pergamino que contiene el acta de consagración de la iglesia del castillo de Tona en la diócesis de Vic (BC, perg. 9135- Figura 4).
Curiosamente en el acta se hace referencia a la donación a la iglesia por parte de un presbítero llamado Alvarus de varios objetos litúrgicos junto a un misal, un leccionario y un organum (?). Quizás se haga aquí referencia a un instrumento o bien a un libro que contiene piezas para ser interpretadas a más de una voz. En cualquiera de los dos casos, estamos en presencia de unas de las primeras menciones de este tipo. No sería extraño que un libro de organum estuviese vinculado a las actividades musicales de esta región. Santa María de Ripoll desarrolló una importante actividad en el campo de la teoría musical. Así lo atestigua el códice 42 del ACA. De las dos secciones de las que consta, la primera es de una importancia capital para la historia de la teoría musical de occidente. En ella se empeñó de manera consciente el abad Oliva. Su Breviarium de musica en el que trata de la formación de los tetracordos y de los géneros le sitúa como uno de los conocedores de la teoría musical de la antigüedad. Además añade unos hexámetros leoninos sobre los tonos eclesiásticos. Además el ms. 42 contiene una copia de los tratados Musica Enchiriadis y Scolica Enchiriadis en cuyas páginas se insertan los más antiguos ejemplos de música polifónica, junto a una copia de De harmonica institutione de Hucbaldo de Saint-Amand o De Institutione Musica de Boecio (Figura 5).
Como ha señalado la profesora Gómez Muntané, “Ninguna de las secciones del códice 42 de Ripoll se explicaría bien sin el interés del monasterio por el estudio y el cultivo de la música, una de las siete Artes Liberales que integraban el Trivium y el Quadrivium “. Otro de los manuscritos emblemático es el códice 74 con su importante Tonario (Figura 6) escrito en el primer cuarto del s. XI y que inicia una copia de las Etimologías de san Isidoro, copia probable del monje Guifredo de Ripoll.
Si importante es la actividad de copia y transmisión de los primeros testimonios de canto gregoriano y de las primitivas polifonías que tuvo lugar en Catalunya durante los siglos X-XI, no lo es menos la creación de cantos nuevos y el embellecimiento de los ya existentes con los procedimientos que conocemos con el nombre del tropo, la secuencia y la prósula. Catalunya nos ha dejado muy buenos testimonios de este tipo de composiciones conservadas en libros que conocemos con el nombre de troparios, prosarios y secuenciarios. Junto a los magníficos ejemplares de Vic (105 y 106) destacan los manuscritos de Montserrat (ms. 73), Tarragona (ms. 12), Barcelona (ms. 911, procedente de Gerona) y cómo no el tropario de Tortosa conservado en el archivo capitular con la signatura 135.
El Archivo Capitular del catedral cerca de una treintena de códices muy variados en cuanto a su tipología y procedencia. Desde un misal plenario fechado en el 1055 (ms. 10) procedente de san Rufo de Aviñón pero escrito en algún lugar del centro de Italia, como atestigua su notación, hasta varios Procesionales (ms. 92, 266, 267, 347), Antifonarios, Manuales de Coro, un Salterio con las antífonas notadas… Pero sin duda uno de los testimonio más interesantes es el mencionado Troparium ms. 135. Este libro mencionado ya a comienzos del s. XIX por el P. Joaquín Lorenzo Villanueva en su Viage literario a las iglesias de España y dado a conocer a finales de la misma centuria por Denifle y O’Callaghan quienes lo identificaron como un “libro de la antigua liturgia de la catedral de Tortosa” es el único de su clase dentro del archivo catedralicio. A partir de entonces es citado de manera sistémática en todos los catálogos. Está estructurado siguiendo una sucesión de piezas del ordinario de la misa, todas ellas con tropos, Kyries sin tropos, prosas para todo el año, aleluyas y prosas dedicadas a la Virgen. La sección que contiene Kyries sin tropar presenta algunas melodías únicas no transmitidas por ningún otro manuscrito. Algunas de ellas fueron publicadas por Germán Pardo en su Kyriale Hispanum. Por supuesto, aunque luego hablaremos de ello, cobran especial relevancia las piezas polifónicas de este manuscrito.
No debemos olvidar tampoco la presencia de otras piezas en distintos manuscritos del área catalana que contienen repertorio emblemático de la edad media como la conocida Visitatio Sepulchri e incluso el Canto de la Sibila para noche de Navidad (Figura 7) conservado entre otras fuentes en los ms. de Vic (106) en París (BN lat. 5302) procedente de estas tierras o el leccionario de Gerona hoy en la Biblioteca de la Universidad Autónoma de Barcelona. En algunos casos se conservan incluso en lengua vernácula aunque ya de manera tardía como ocurre en la versión conservada en un Leccionario hoy en el archivo capitular de la Catedral de Barcelona (ms. 184b del s. XV).
Al hablar de la importancia del estudio de la música en el monasterio de Ripoll ya hicimos hincapié en la presencia de los dos libelli de Musica y Scolica Enchiriadis en los que aparecen los primeros ejemplos de polifonía. Evidentemente la práctica polifónica no pudo abandonarse tras los primeros intentos testimoniados por esos manuscritos. Y tampoco fue Ripoll el único centro que conociera dichas prácticas. Junto a los libros procedentes de aquel cenobio hoy en París (BN lat. 5132) o Barcelona (ACA 139) encontramos varios códices procedentes de Santes Creus (hoy en el archivo diocesano de Solsona) y, obligado es citarlo los manuscritos conservados de nuevo en el ms. 135 o los de los ms. 97 y 133.
El contenido de estos dos últimos los relaciona con el repertorio de Notre-Dame: conductus Veri floris e Isaías cecinit o motetes de los motetes Gaudeat devotio y Stupeat natura. Los ms 133 y 135 en cambio están vinculado a otras fuentes castellanas como el códice de las Huelgas al contener la prosa Promereris summe laudis o el tropo de Sanctus Clangat cetus. La procedencia similar de otras piezas polifónicas copiadas otras de las fuentes catalanas con polifonía (Biblioteca del Orfeó Català –Figura 8–, Tarragona, o Montserrat) corroboran una misma realidad.
No podemos concluir este breve repaso a la música en la Catalunya medieval, que a la fuerza se ha dejado muchas piezas, códices y nombres en el tintero, sin tomar las palabras de uno de los estudios más importantes que se han llevado a cabo en los últimos años sobre la música medieval en estas tierras. Me refiero al excelente libro de Joaquim Garrigosa sobre la notación musical en Catalunya hasta el s. XIII. Como el dice “ Hem d’assenyalr que, probablement, l’originalitat de la Catalunya de l’alta Edat mitjana consistí precisament en el fet de no ser original. I potser aquesta n’és la virtud… L’originalitat catalana es troba precisament en la gran capacitat d’assimilació i de síntesi que detectem als repertoris musico-litúrgics que ens han arribat… Catalunya volgué, sens dubtem conèixer allò de bo que l’envoltava…”
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