La música del tiempo perdido
[box_grey]A finales del mes de abril de 2011, unos cuantos amigos se reunieron en casa del profesor Carlos Juliá, en Barcelona, para hablar de música, entre otras muchas cosas. Allí Sonograma pudo recoger esta conversación, que ahora ofrecemos a nuestros lectores.[/box_grey]
R.A.: Me ha llamado la atención, a lo largo de nuestras conversaciones, que siempre acabas refiriéndote a Mijaíl Bulgakov, sobre todo a su novela El maestro y Margarita. Un día me preguntaste, con mucho interés: «¿Has leído a Bulgakov?». ¿Qué encuentras en este maestro ruso?
A.V.: Si pienso en El maestro y Margarita, tengo que decir que es un libro que leí cuando era muy joven, y apenas entendía nada. He vuelto muchas veces a su lectura y siempre me viene un sentimiento extraño: notar que uno cambia, que tu evolución te lleva a un lugar distinto y que, en el fondo, ni siquiera podías intuir. Este cambio continuo te crea una relación especial con el alma, entendida como instrumento de reflexión. Es una obra que siempre me ha acompañado; me pone a prueba. Y no me sucede únicamente con El maestro y Margarita, sino también con otros libros.
R.A.: Sí, una relectura siempre te conduce a un lugar distinto. Releer es un ejercicio para una reinterpretación del mundo.
A.V.: Sí, así es. Aunque es verdad que algunos consideran que ciertas obras únicamente deben leerse ya en la madurez.
R.A.: No estoy tan seguro de ello. Cada edad te permite entrar por una puerta distinta. Cuando yo tenía veinticinco años, una edad de lectura ávida, leía a Rilke apasionadamente. En los últimos tres años me he aproximado de nuevo a este poeta, podría decir que de manera metódica, y he entendido que como lectores somos consciencias en continua transformación, que nuestro yo es maleable y fluyente, y que, por fortuna, no queda estancado en un recuerdo o en una percepción. Vivir la transformación es aceptar la vida.
A.V.: Estoy totalmente de acuerdo, y puede decirse que con la música sucede lo mismo.
R.A.: ¿Y no ocurre igualmente ante un cuadro? Holbein, Auerbach… Quien mira lo hace desde un ángulo distinto cada vez, más reflexivo y, en el mejor de los casos, de modo más introspectivo.
A.V.: Sí, esto es algo que llega a inquietarme. Cuando interpretas una obra que habías tocado a los dieciséis o a los dieciocho años, te das cuenta de que, sin pretenderlo, surgen dobles y triples lecturas; se presenta una complejidad que de joven no habías advertido. La interpretación a menudo queda lastrada por esa primera impresión que uno sintió al acercarse a una partitura. Es difícil equilibrar el pasado con el presente, el recuerdo con el ahora.
R.A.: Es cierto que volver a entrar en una composición, pensada y estudiada hace años, te entrega al pasado; te obliga a reconocerte en el que eras, en lo que ya no está. No identificarse con la labor que creías haber terminado te indica que lo más prudente –y liberador- es sentir que jamás dejas nada establecido.
A.V.: Cuando me escucho tocando a los veinte años en una grabación, pienso: «Toca un pianista, pero no soy yo». Toca una persona que ya ha muerto, que ya no existe. Me digo: «Ese pianista, qué curioso. ¿Quién es?. Se halla en un estado de consciencia que nada tiene que ver con el mío».
R.A.: Eso confirma que toda relectura, necesariamente, te conduce ante alguien que existió, y que se ha alejado de nosotros para hundirse en un lugar al que llamamos pasado y que, en el fondo, apenas podemos descifrar.
A.V.: Resulta increíble el paso del tiempo. «¿Yo tocaba así?», te preguntas. Y han transcurrido diez años… y no queda rastro de lo que eras.
R.A.: No parece casual que hayamos empezado hablando de Bulgakov, cuyos personajes y situaciones comportan traslaciones, a veces radicales, en el tiempo, un tiempo físico, pero también, por así decir, moral. Una metafísica que, a la hora de pensar el pasado, se vuelve sumamente crítica.
A.V.: No, no es casual.
R.A.: Ayer, escuchando el concierto que ofreciste en el Palau de la Música, reparé en que Schubert acostumbra a tocarse –me puedes corregir si no es así- sin la profundidad que realmente tiene, sin la solidez que su pensamiento musical encierra. A menudo se subraya la «gracia» de sus melodías, como si fueran ajenas a una estructura densa y sabia, y que por ello mismo surge con naturalidad. Sin embargo, tú le devuelves la espiritualidad y la elevación que le son tan propias. Los pequeños detalles, que generalmente, entre muchos músicos, aparecen como anecdóticos, adquieren en tu interpretación de Schubert una dimensión primordial. Cuando tocas desechas la anécdota, y lo que parece, a simple vista, algo menor, adquiere su dimensión real.
A.V.: En el mundo actual es difícil acceder a la belleza y verdadera profundidad de Schubert. No hay tiempo. Todo ha cambiado mucho. Ni los pianistas ni los oyentes tienen tiempo de pensar ni de detenerse en tal o cual detalle, que puede ser sustancial, revelador. Tenemos la cabeza en otro lugar. Los románticos viajaban en coche de caballos. ¿Cuántas semanas para ir de un país a otro, de una ciudad a otra? Podían pensar, reflexionar mientras viajaban. Ahora, en cuarenta minutos estás en otra ciudad, en otra cultura, sin darte apenas cuenta.
R.A.: La gran velocidad no siempre es lo más rápido.
A.V.: Estás en un hotel. Sales para tocar a unos cientos de metros, y, una vez terminas, te vas para, al día siguiente, volver a reproducir lo mismo en otro escenario. Imagínate Liszt, que viajaba continuamente, cuánto espacio de reflexión encontraba durante sus desplazamientos. Ahora incluso te dicen: «¡Qué larga es esta obra!».
R.A.: Sabemos que muchas composiciones fueron escritas durante los viajes. Mozart lo cuenta en las cartas. Él mismo escribía movimientos enteros mientras viajaba. No es ocioso recordar que Erasmo pensó y escribió buena parte el Elogio de la locura yendo a caballo, tomando apuntes y redactando a medida que se acercaba a Inglaterra. Aquellos hombres escribían en la diligencia, sentados o recostados en un carro. Para nosotros es inimaginable. Por eso me parece extraordinario que, en medio de este ir y venir, puedas mantener tan viva y de forma extraordinaria una elevación como la de Schubert.
A.V.: Procuro que sea así. Él lo permite porque es un compositor esencialmente natural. La naturalidad es su núcleo. No creaba, digamos, intelectualmente, no entraba en complejidades: su gran creación viene de la naturalidad y de ese toque divino, que él captaba, y que preside toda su obra.
R.A.: En Schubert se da una intuición, más allá de la razón, que resulta trascendental en su modo de ver el mundo.
A.V.: Sí, hay algo enigmático en ello. Es un hecho que ciertas personas, mediante cálculos y teorías, pueden llegar a una conclusión, pero también las hay que, sin tener unos conocimientos extraordinarios, captan algo que está en el aire, en el espacio, y lo reproducen… No solamente compositores, sino también intérpretes. Schubert oía lo que a muchos resulta inaudible. Era una persona modesta, incluso intelectualmente, pero era capaz de captar algo divino, que en su música aparece como natural, sin trabas. Es increíble.
R.A.: Puede que me equivoque, pero en ocasiones he pensado que Schubert supuso una evolución natural de Mozart. Si hubiera vivido más tiempo, Mozart habría desembocado en el modo de hacer de Schubert y no tanto en el de Beethoven. ¿Qué piensas al respecto?
A.V.: La música es siempre evolución de algo. En realidad, si lo pensamos bien, Chopin es también una evolución de Mozart, Schubert y Beethoven. No hay un compositor que haya surgido de la nada, sin más. Es imposible. No sé, sin embargo, si podemos establecer una línea tan clara como propones. No sé si muchos han caído en la cuenta de que Prokofiev, por ejemplo, estaba muy influido por Haydn, pero también, como se acepta comúnmente, por Rachmaninov y Wagner. Las influencias responden a un conjunto de muchas, muchas cosas.
R.A.: Desde luego sería una temeridad por mi parte afirmar lo dicho con respecto a Mozart y Schubert, pero me refería a otra cosa, y no tanto desde un punto de vista exclusivamente musical, sino como evolución de una forma de pensar y hacer, sin cortapisas ideológicas, sin dogmas ni grandes creencias, sin ataduras. Esa anchura, esa generosidad, en cambio, no la percibo en Beethoven, más mesiánico, más dogmático y afirmativo, preocupado por el devenir, consciente de su mensaje a la Humanidad. Un metafísico nato.
A.V.: Sí, Beethoven fue ante todo un hombre de extraordinaria fuerza, alguien enorme. Él pensaba que todo podía alcanzarse; era pura voluntad. Quería enfrentarse al destino y doblegarlo.
R.A.: Esta actitud forma parte de la épica romántica. Sin embargo, dando vueltas a estas cosas, tengo la impresión de que la épica romántica no responde a una épica moral y comunitaria, como en la Ilíada, sino a una épica personal, individualista, post-ilustrada, en la que el mundo es tan sólo un escenario y en el cual el único protagonista es el Yo.
A.V.: Lo que dices es verdad. Qué interesante. Tú has hablado de Mozart y hemos continuado con Schubert. Los dos tuvieron una vida muy diferente; el primero explotado por su padre, siempre acechado por esta intransigente figura, mientras que Schubert no tuvo esos grandes retos, creció entre más indolencia, más apartado de todo. Sin embargo, al menos aparentemente, son dos enfoques musicales distintos. Mozart escribía para el exterior, para el escenario del mundo, y Schubert lo hacía para tocar en una habitación junto a sus amigos. Ellos se asombraban de que no borrara ni corrigiera casi nada. No tenía un hogar propio. Siempre vivía en casas de amigos, y se decía que, de vez en cuando, olvidaba lo que había escrito, y al escucharlo tocado por alguien, decía: «¡Que bonito! ¿de quién es?». En cambio, Mozart lo dejaba todo perfecto, una estructura total. También a él le dictaba alguien desde lo alto, desde otro lugar. Es igualmente enigmático.
R.A.: Esa aparente sencillez de Schubert revela, en el mejor sentido, un alma despreocupada, de poco apego, libre. No pocos de sus Lieder están escritos sobre la base de poetas menores, a veces muy menores, que resultaban ser sus propios amigos. Esto demuestra una gran generosidad. Y podemos decir que en muchas de sus canciones parece que la poesía alemana haya existido para hacer posible a Schubert. Ya sé que parece un juego de palabras y conceptos, pero en él la poesía alemana encuentra ese deseado no-ser, ese vuelo, desvinculado de todo, que tanto buscaron los alemanes.
A.V.: En el sentido más amplio, Schubert es la «generosidad».
R.A.: Has hablado de algo divino captado a través del oído, como ya ocurría en las primitivas civilizaciones, donde la audición representaba una dimensión del conocimiento, un directo receptor del más allá. El oído dictó la espiritualidad.
A.V.: El oído pone en funcionamiento el alma y la intuición. Eso es también un enigma. Cuando escuchas a un músico, o ves la obra de un pintor, de pronto te das cuenta de que en alguno de ellos hay algo especial, inexplicable. Cuando oyes tocar a distintos músicos la misma partitura, solo uno, de repente, te hace exclamar: «¡Ah, pero qué es eso!», como si algo viniera del aire, una chispa de Dios.
R.A.: Esa «chispa de Dios» a la que te refieres sitúa en otro lugar a quien lee, mira o escucha. Un lugar que es el mundo, pero que no está en el mundo. ¿Dónde estamos cuando escuchamos música?, se ha preguntado recientemente un filósofo, tomando las palabras de Hannah Arendt, quien lo formuló con respecto al hecho de pensar filosóficamente.
A.V.: Exactamente.
R.A.: Al hablar del oído divino, si me lo permites, tenemos que referirnos a Bach. Ayer me pareció sensacional la interpretación del Siciliano, que procede de la transcripción organística que el músico hizo del concierto vivaldiano (RV 565). ¿Has pensado seriamente en incluir, de manera significativa, la música de Bach en tus programas?
A.V.: No lo sé, de verdad. Es muy difícil tocar la música de Bach. Hay tantos buenos intérpretes de este maestro…
R.A.: Pero también los hay de Liszt, Chopin, Beethoven…
A.V.: Yo creo que para interpretar la obra de Bach tienes que tener una idea muy exacta de lo que quieres decir y ofrecer. Su música permite tantas visiones, tantos puntos de vista, que resulta complejo. Incluso cabe plantearse con qué instrumento resulta más adecuado, que tipo de dinámicas…
R.A.: Si se trata de una buena interpretación, creo que no debe importar que ésta sea con un clave o bien con un piano. No importa si, desde luego, el intérprete sabe lo que hace, si, por ejemplo, es Gustav Leonhardt o András Schiff quienes tocan, si son Andreas Staier o Grigorij Sokolov, por hablar de unos músicos que interpretan, según su formación y propuesta, con instrumentos históricos o bien con pianos modernos.
A.V.: Si escuchas a Glenn Gould o a Samuel Feinberg te das cuenta de que son interpretaciones radicalmente distintas pero igualmente valiosas. Creo que hoy podemos tener un Bach moderno, bien meditado y analizado, pero únicamente él nos podría decir lo que está bien y lo que está mal. Aunque, en realidad, Bach y Mozart no se encuentren tan separados en el tiempo, tenemos mucha más información sobre la música de este último, desde un punto de vista técnico. Eso ocurre por la sencilla razón de que el repertorio clásico fue transmitido muy directamente por los compositores e intérpretes que antecedieron a las generaciones románticas y que, de algún modo, estuvieron en contacto con ellas.
R.A.: A Goethe, el de Bach le parecía un mundo lejano –admirable pero alejado-. En cambio conocía, como sabemos, muy bien la música de Mozart, y a su vez pudo escuchar a un joven Mendelssohn.
A.V..: Sí, es un buen ejemplo.
R.A.: Cambiando de cuestión: cuando tocas para unos amigos, en una habitación -¡como hacía Schubert!-, acostumbras a hablar mientras estás al piano, y vas describiendo físicamente lo que la partitura te sugiere. Creo recordar que en una de las ocasiones se trataba del Concierto nº 1 de Prokofiev, del que decías: «aquí hay un bosque… ahora se acerca alguien y se detiene… Al fondo, mucha oscuridad…». Es decir, piensas la música plásticamente, con perfiles, colores y figuras. La música, para ti, ¿está hecha de esas imágenes? ¿o es blanca, o transparente e incolora, en el sentido de que sólo es oído?, por expresarlo de algún modo. O quizá, por el contrario, ¿te resulta física, elemental, en cuanto que es naturaleza?
A.V.: Te diría que siento una mezcla de todo. Existe una descripción musical de la naturaleza, digamos, con la recreación de los paisajes. Tenemos páginas de Liszt que imitan el sonido del agua, lo mismo que Debussy. Cuando recurren a ello están queriendo plasmar un estado de ánimo, un símbolo, una sensación. Hay momentos en los que sientes que estás transmitiendo ese símbolo, y te identificas con él. Debemos recordar, sin embargo, que cada persona tiene su propia visión interior, su imagen. No obstante, los sugerentes títulos que, por ejemplo, dio Liszt a sus movimientos «acuáticos» acaso ayuden a la comprensión de la partitura, pero de la misma manera pueden molestar, porque la música es algo abierto e intangible… Fue una moda que les llevó a querer describir todo.
R.A.: Esos títulos determinan, restringen la música, la privan de la abstracción que le es consustancial.
A.V.: Eso es, determinan. De cualquier forma, el recurrir a estas imágenes me ayuda a tener una percepción distinta y a inspirarme. Son visiones, simples visiones que contribuyen a matizar lo que estoy tocando. Chopin escribió las Baladas basándose en los poemas de Adam Mickiewicz, que era amigo suyo. Y esto no fue exclusivo de Chopin, ya que muchos otros tuvieron, como sabemos, su fuente en la literatura. El número de ejemplos sería larguísimo de enumerar. Pero, como bien dices, eso puede determinar el contenido musical. Debemos ser cuidadosos al respecto… La música es mucho más amplia que todo eso… no puede reducirse a una sola visión.
R.A.: Ciertamente es así. La música romántica estuvo muy sometida a la necesidad de explicar, de narrar la pasión, de describir el estado interior humano: las melodías querían significar la voz de alguien que habla apasionado, del que cuenta su hundimiento. Se tiene la sensación de que las partituras románticas son autorretratos, narraciones autobiográficas. El romántico desea hacer partícipe a la comunidad de la tragedia propia. Es sugerente, por otra parte, pensar cuantísimo se nos transmite a través de El clave bien temperado, sin aludir directamente a un estado anímico, salvo el que puede desprenderse de cada tonalidad, aunque eso ya es otro asunto que nos llevaría a la teoría de los afectos.
A.V.: Fue una época de emociones, pero yo diría que de emociones nobles. A veces puede resultarnos algo ingenua, pero debemos pensar en sus limitaciones y en la opresión que vivían. Me refiero, entre otras cosas, a la opresión política y social. Antes un dictador causaba terror, y hoy lo vemos como un cómico. Todo el mundo se ríe de él… pero en los tiempos pasados un dictador determinaba las vidas para siempre.
R.A.: Los dictadores son trágicamente cómicos y tienen la función, antiquísima, de humillar; pero no olvidemos que son cómicos sanguinarios.
A.V.: Ah sí, es cierto…pero sabido ello, y ahora hablando de música, tienes que tocar a los románticos como si estuvieras en su tiempo, con todos los condicionantes y presiones, y huir de la idea de sentimentalidad que tenemos hoy.
R.A. Nuestra melancolía no es la que sentía Hölderlin. Conocer el pasado, aunque sea un pasado inmediato, exige una reinterpretación de la tristeza.
A.V.: Por todas estas cuestiones la música romántica es muy difícil de interpretar bien. En la música clásica puedes emplear mucho control mental, pero ese control, en el repertorio romántico, no es posible.
R.A.: Hablando de síntesis, como antes hemos hecho con respecto a Schubert, creo que consideras a Scriabin como un resumen de las propuestas románticas, aunque con una mirada hacia el futuro.
A.V.: En cierto modo su música es una síntesis. Era muy ambicioso, musicalmente hablando, y no se conformaba con ser únicamente compositor. Scriabin, como sabes, al final de su vida solamente creía en el misterio del mundo. Él estaba convencido de que, de un modo u otro, iba a desvelarlo. Su música y su filosofía, su verdadero mensaje, estaban destinados a quienes creían que el ser humano carece de límites. Scriabin escribe para el hombre omnipotente.
R.A.: Esta aspiración al Absoluto, a la revelación del misterio, ha hecho que fuera considerado, en su sentido más preciso, un místico. Tenía un deseo abarcador del Todo, como buen teósofo.
A.V.: Sí, absolutamente. Era un teósofo.
R.A.: ¿Te has acercado alguna vez a los escritos teosóficos?
A.V.: No puedo decirte que sea un gran especialista en teosofía, pero he leído, entre otros autores, a Helena Blavatski. Scriabin fue un gran admirador suyo. Siempre llevaba consigo uno de sus libros.
R.A.: Fue una autora sobre la que recayeron muchas críticas, y a veces cáusticas.
A.V.: En parte es normal, porque espíritus como el suyo cuestionan las cosas. Lo mismo que la actitud de Scriabin, que solamente creía en él… Sus amigos le hacían broma, diciendo que la mayoría de los mortales trataban a Dios de usted, pero que él lo tuteaba. Blavatski también recibió críticas, incluso de sus amistades. Fueron mentes desbordadas. Es razonable que se juzgaran algunas de sus ideas como extravagantes. Scriabin quería ir a la India y levantar allí un castillo. Estaba convencido de que oiría las campanas del Apocalipsis, y que la gente se transformaría ante tal visión y audición. Los que estaban junto a él apreciaban, por encima de todo, su música.
R.A.: Me gustaría que nos aproximáramos ahora a la música contemporánea, y cuando digo «contemporánea» me refiero a la de nuestros días, a la escrita, digamos, desde los años 50 o 60 hasta nuestros días.
A.V.: Tengo que ser sincero, conozco muy poco la música contemporánea. Tampoco sé mucho de la llamada música pop. Cuando suena en los bares y restaurantes creo estar oyendo ruidos. Es ruido. Estoy seguro de que existe buena música pop. Lo mismo digo de la música «ultramoderna»; no la conozco.
R.A.: Pero como oyente, si llega a ti la música, por citar unos pocos ejemplos, de Lanchenmann, Berio, Ligeti, Kurtag, Sciarrino, Saariaho, cómo la recibes.
A.V.: La siento, sobre todo, como un experimento, como una propuesta intelectual. Desde el momento en que deja de existir una relación entre el alma y la obra, todo se desordena. Un ordenador puede componer y proponer miles de combinaciones sonoras, que, al fin y al cabo, podrían considerarse obras musicales. Se ha llegado al final de las posibilidades de la armonía, y se ha querido salir de ella complicándola.
R.A.: Entonces crees que, fuera del molde clásico de la armonía, ¿no es posible escribir música?
A.V.: Seguramente es posible. La música atonal existe, es música, claro que sí. Pero sinceramente creo que, más allá de las propuestas atonales y seriales, es entrar en un camino puramente intelectual. Los pianistas, para empezar, tendríamos que cambiar el teclado, no conformarnos con los semitonos ni con los cuartos de tono, ni con los microtonos… Aunque bien pensado, la música atonal es ya antigua. El citado Scriabin compuso, a su manera, pasajes marcadamente atonales… después de Messiaen todo se complicó demasiado.
R.A.: Estos procesos de «intelectualización», como tú les llamas, han existido a lo largo de la historia, y no únicamente dentro de la música. El inglés John Dunstable y los maestros franco-flamencos, como Ockeghem, Obrecht y Desprez, fueron tachados de intelectuales y, en cambio, fueron la base de la música posterior. Y se opinó lo mismo de la obra especulativa de Bach, y de los últimos cuartetos de Beethoven.
A.V.: Esto es ciertamente así. La evolución comporta rupturas e incomprensiones. Un mismo compositor cambia enormemente a lo largo de su vida creativa. Si escuchas las primeras sonatas de Beethoven y las comparas con las últimas, no puedes creer que se trata del mismo compositor. No concibes en un mismo artista tanta evolución.
R.A.: Todo ello no está lejos de lo que decíamos antes, a propósito de Bulgakov, cuando hablábamos del regreso a una obra tras los años: te devuelve a lo que eras, al que ya no existe y no puede existir, porque, aun siendo la misma esencia, has dejado de existir en muchos lugares de tu ser, en muchos tiempos. Yo no puedo leer un libro mío, me parece ajeno, una voz extraña, tal como tú percibes en tus grabaciones antiguas.
A.V.: Te das cuenta de que nada es tuyo, y de que ya no existes más que en el efímero presente.
R.A.: El no poder leer un libro propio, sea de poemas, sea un ensayo, no importa, te indica que el tiempo y la memoria, que construyen la idea de uno mismo, crean un personaje ilusorio, accidental, fortuito. Si releo algo que escribí hace unos años, o tal vez unos meses, lo hago corrigiendo inconscientemente. Corrijo, corrijo. Los libros me parecen de un viaje lejano, como maletas viejas. Sí, los libros que han quedado atrás son maletas viejas.
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