Inclinado hacia delante John Cage extiende su mano para tocar el agua y, con ese gesto, promueve una partitura inédita. En el gesto de Cage se condensa el rechazo a un papel pautado en el que durante largo tiempo los sonidos musicales encontraron un espacio en el que establecer sus relaciones. Pero es este un rechazo que sólo se hizo posible cuando el músico arrojó las partituras al mar para que el agua diluyera el espacio de lo musical.
Poco a poco, las líneas que componían el pentagrama fueron perdiendo el color hasta que, finalmente, sólo el blanco permaneció. Y, antes de soltar el papel, el músico quedó prendido en ese blanco que le trajo a la memoria el trabajo de su amigo Robert Rauschenberg.
En 1949 el pintor realiza unas telas totalmente negras y otras totalmente blancas. Cage ve All White y se plantea que, tal vez el público europeo está ya preparado para aceptar la composición de una obra silenciosa. Pero, ¿qué ve el músico en la pintura blanca de Rauschenberg? Pintar todo blanco, sin imágenes u otros colores, supone para el compositor hallarse en presencia de una suerte de tabula rasa, de un grado cero que transforma la mirada. Una pintura blanca deja ver sombras, polvo, aquello que de otro modo no hubiera llamada la atención. All White acoge las sombras sin problemas porque no contiene ningún centro de interés que cautive la mirada, nada le molesta. La pintura se deja recorrer en toda su superficie y no reclama que se establezcan trayectos fijados. No hay un modo de contemplación que se erige en modelo, cualquier mirada es bienvenida[1].
La ausencia de un centro de interés abre la posibilidad de que todo constituya un centro, sin interferirse. La pintura blanca de Rauschenberg se convierte por ello, en una superficie fluida que se asemeja a aquella otra que Henry David Thoreau imaginaba para el sonido. El filósofo consideraba el sonido como una esfera, como burbujas en la superficie del silencio, -le gustaba recordar a Cage-.
El silencio es una superficie en movimiento, superficie líquida en la que los sonidos se ofrecen a la escucha. Esta superficie no encierra una profundidad de la cual estas burbujas tomarían su identidad para salir a flote. Las burbujas sonoras ocupan de hecho toda la superficie pues, siempre que tendemos el oído podemos escucharlas. El sonido es burbuja cuando llega al oído mientras forma parte de esa superficie silenciosa llena de sonidos. Por lo tanto, tal y como el músico pudo experimentar en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard, el silencio no existe en tanto posibilidad de vivencia, siempre hay sonido.
La ausencia de centro se revela como ausencia de intencionalidad. “Esto es lo que llamo silencio” afirma Cage, “es decir un estado libre de intención, porque –por ejemplo- siempre tenemos sonidos; y en consecuencia no disponemos de ningún silencio en el mundo. Estamos en un mundo de sonidos. Le llamamos silencio cuando no encontramos una conexión directa con las intenciones que producen los sonidos. Decimos que es un mundo silencioso (quieto) cuando en virtud de nuestra ausencia de intención, no nos parece que haya muchos sonidos. Cuando nos parece que hay muchos, decimos que hay ruido. Pero entre un silencio silencioso y un silencio lleno de ruidos, no hay una diferencia realmente esencial. Esto que va del silencio al ruido, es el estado de no-intención, y es este estado el que me interesa”[2].
El silencio es entonces un papel en blanco, una pintura blanca, una superficie en movimiento en la que se ha procedido a separar un viejo nexo, el que unía el sonido al sentido. El silencio en Cage desanuda intenciones y sonidos diluyendo ese papel pautado que acogía el espacio musical. Borradas las líneas sobre el papel, los sonidos pierden su identidad, sus nombres y, con ellos, su tensión en un sistema fundado sobre jerarquías de sonidos. La no-intencionalidad implica la afirmación de la multiplicidad de todo sonido –su abandono de la identidad-, y establece la correspondencia entre sonido, silencio y ruido.
Desde la no-intencionalidad, en esa superficie líquida siempre en movimiento, inicia el músico la escritura de su primera obra silenciosa: 4’33’’. El título indica la duración de la interpretación: 33’’, 2’40’’ y 1’20’’. El pianista, David Tudor en su estreno de 1952, indicaba el inicio de cada movimiento cerrando la tapa del piano y el final abriéndola. La partitura, como es sabido, era la siguiente:
I
TACET
II
TACET
III
TACET
Cage explica que el día del estreno durante el primer movimiento se escuchaba una ligera brisa que llegaba de fuera, en el segundo hicieron aparición las gotas de lluvia sobre el tejado y, durante el tercer movimiento se escuchó el sonido de la gente hablando o marchándose. Se produjo de este modo, un silencio musical pero cargado de sonidos.
Esto fue lo que ocurrió, es conocido. Sin embargo, lo que retiene poderosamente la atención es que la obra fuera escrita, que el compositor –que afirma tardar cuatro años en realizarla-, se refiera a ella en términos de escritura. ¿Qué tipo de escritura requiere una obra silenciosa? De entre todos aquellos elementos que podrían conducir a esa escritura parece que hay uno que no debe obviarse: no partir de sonidos previos. Se trataría de no contar con una gama de sonidos a partir de los cuales se lleva a cabo la composición. La no-intencionalidad se extiende así a todo el ámbito sonoro.
4’33’’ no se hallaba en la mente del compositor como parte de un bagaje o conocimiento del que extraer la música. Cage, de hecho, afirmaba no escuchar música en la cabeza, y es que la música, cuando se desecha la intencionalidad, se expande en todas las direcciones[3].
La escritura de 4’33’’, como después la escritura de toda su obra, será la muestra de una grafía que surge del olvido. Se trata de una escritura que previamente ha borrado todas las marcas y que, partiendo del desconocimiento, no pretende tampoco dejar huellas. La escritura del silencio se corresponde con esa mano que toca el agua y que, soltando el papel, se desliza gestando una escritura fluida, la escritura del agua.
La escritura del agua supone una partitura inédita en la que la escucha ha sido transformada. El músico no escucha los sonidos en su cabeza, pero tampoco el oyente se pone a la escucha esperando un recorrido que pueda ser reconocido. Ambos deben dejar de escucharse a si mismos, dejar de prestar oídos a sus deseos, sentimientos o emociones para dar espacio al sonido. Es necesario acallar el murmullo de la intencionalidad para poder escuchar lo inaudible, el rumor de todo lo que es silenciado de ordinario por el deseo de establecer categorías que guíen la experiencia. La escucha se ejerce en un espacio ignoto en el que se da cabida a todos los sonidos. El oído queda sorprendido en ese espacio, siente que escucha los sonidos libres de sus delimitaciones, de su sentido. El oído puede así quedar prendido en cada sonido, como si fuera la primera vez que lo escucha. De este modo, Cage invita a los oyentes a ser “no habitantes sino turistas, haciendo experiencias nuevas, llevados a ellas”[4].
La escucha supone otro modo de sentir en el que no se ocupan espacios. El oyente no habita al sonido pero el sonido tampoco produce hábitos en el oyente. El oyente es un turista que tiende el oído igual que dirige su mirada en un territorio desconocido, aguzando los sentidos.
En el viaje a través del silencio el oyente se encuentra también en esa superficie líquida, atento a las burbujas sonoras que surgen por doquier. En este viaje no hay destino y las paradas dependen tan sólo de cada momento, no están prefijadas ni llevan balizas que permitan un reconocimiento. Las paradas sólo son ilusorias pues aún en cada sonido, su escucha desvela todo un bullir sonoro desconocido. En esta escucha no existe la repetición ni tampoco la variación, sólo es eso, nomadismo de un oído que se sabe a la intemperie.
El oído es como esa mano que se desliza por el agua, es un cuerpo que ha sufrido una transformación, una auto-alteración. El cuerpo que atraviesa el silencio podrá escuchar cualquier fragmento, sea pautado o no, simplemente como sonido. Y es que desde esta auto-alteración ya no habrá dualidad posible entre sonido y silencio, entre música intencional y no-intencional. Por ello, Cage puede enunciar que toda su música posterior no interrumpe su primer fragmento silencioso.
Cuando se obra desde la no-intencionalidad toda música se convierte en un viaje a través del silencio. Un viaje en el que el músico invita a ser turistas del pensamiento, del cuerpo. Ser turistas sin mapa ni cámaras fotográficas que registren lo que uno mismo no es capaz de registrar. Ser turista es ponerse en movimiento para acertar a comprender que viajar a través del silencio es entrar en una cámara anecoica para sentir lo inaudible, el funcionamiento del sistema nervioso y la circulación de la sangre. Viajar a través del silencio es entonces, sentir que se está vivo.
“Un viaje a través del silencio”; “Un voyage à travers le silence”; “Un viaggio attraverso il silenzio”. Lugar: Atopia nº 7, The Sound of Silence, abril de 2005. http://www.atopia.tk
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[1] Cfr., John Cage, “Happy new eras!” en A Year from Monday, London, Marion Boyars, 1976, p. 31 (Wesleyan University Press, 1969).
[2] Cf., John Cage talks to Roger Smalley and David Sylvester, entrevista en la B.B.C., diciembre de 1966, publicada en el programa de concierto del lunes 22 de mayo de 1972 en el Royal Albert Hall en Londres.
[3] Cfr., John Cage, Musicage. John Cage in conversation with Joan Retallack, Hanover, Wesleyan University Press, 1996, p. 86.
[4] John Cage en conversación con C.H. Waddington en 1972, en Kostelanetz R., Conversing with Cage, New York, Limelight, 1988.